viernes, 28 de julio de 2017

El gato Bernardo

Nunca quise contar lo que me sucedió aquella vez, pero les confieso que ya no aguanto más. Me importa muy poco si piensan que estoy loco o que soy un mentiroso. Dios fue testigo y eso me tranquiliza. Él no me juzga.
Esa tarde volví de trabajar a las seis. Puse la pava en el fuego y me senté a escuchar la radio, como siempre; mate amargo y la Oral Deportiva, así eran mis momentos de relax. Bernardo, mi gato colorado, se acercó y me refregó la cabeza por la pierna. Lo acaricié mirándolo a los ojos. Y un miedo incontenible se apoderó de mí.
Los ojos de Bernardo parecían dos punteros laser. Rojos y punzantes. "¿Qué te pasó?" le pregunté, sin esperar respuestas. "Estás muerto" me dijo, y se fue. Sí, el gato me había hablado. En castellano y bien entendible.
Me acerqué a la pieza, con una confusión muy grande. Y ahí se encontraba él, agazapado en la cama, maullando de una manera muy particular. Entre maullido y maullido, me repetía que estaba muerto.
Intenté tocarlo, pero el gato no me lo permitió. De la cama saltó a la mesa de la luz, y de la mesa de luz al televisor. "Estás muerto, miau. Estás muerto, miau. Estás muerto, miau".
Me metí en el baño y cerré con llave. "¿Estará poseído?", me pregunté. La realidad marcaba que Bernardo me repetía una y otra vez la misma frase. ¿Qué debía hacer? ¿Mantener un diálogo con él? Sí, esa era la mejor de las opciones.
Abrí la puerta del baño y caminé lento hacia a la pieza, transpirando a chorros y con las manos temblorosas. Ahora Bernardo dormía en su almohadón. Lo acaricié despacio y comenzó a ronronear. Era un ronroneo fuerte; me recordó a un motor V8 encendido y acelerando. Continué acariciándolo hasta que abrió los ojos. "Estás muerto, te dije" gritó.
Dejé la radio encendida, la puerta sin llave y la yerba en el mate. Me fui corriendo hasta llegar a la comisaría: "Mi gato me dice que estoy muerto" le confirmé al Oficial. Su risa sigue siendo mi mayor tortura. No quise volver a casa. No pude. Viví con mis padres hasta que ellos se convirtieron en escorpiones, tiempo después. No sé cómo, pero de ahí fui a parar al hospital. Y del hospital a esta habitación acolchada. Sigan sin creerme. Quizá los muertos sean ustedes.

jueves, 20 de julio de 2017

Dejar de fumar

La puntada en la espalda fue terrible. Una puntada fea, dolorosa; como si me hubiesen clavado un punzó en el pulmón derecho. Estaba a punto de fumar el trigésimo cigarrillo del día. O el trigésimo primero, no recuerdo bien ¿Sería era el enfisema? Quizá era otra cosa. Pero debo reconocer que me asusté.
Me quedaba medio atado. No sabía si tirarlo a la basura y hacer el esfuerzo por dejar ese vicio, o si fumarlo todo, convenciéndome de que serían las últimas pitadas de mi vida. Opté por la segunda opción. Eran las seis de la tarde de un día lluvioso.
Encendí la televisión y me senté en el sofá, con los cigarrillos al lado. Las ganas de fumar eran impresionantes. Transpiraba tanto que decidí prender el primero de esos diez. Me sentí bien. No hubo puntada ni nada parecido.
Al rato me sorprendió un profundo hambre y fui hacia la cocina por unas medialunas. Había tres. Las comí tan rápido que tuve que correr por un vaso de agua para poder bajarlas. Ahora mi estómago estaba lleno. Necesitaba otro cigarrillo. Lo encendí. Lo fumé. Tampoco hubo puntadas.
Faltaban ocho para acabar el atado. Los últimos ocho. Era una lástima dejar de fumar a los 50 años, yo pretendía vivir algunas décadas más ¿Valdría la pena privarse de algo tan placentero? Pero la puntada de hacía un rato había sido fuerte. Y era consciente de que tenía un enfisema. Sí. Debía hacer el esfuerzo. Me gustara o no.
Esos ocho cigarrillos los fumé tan rápido que no me di ni cuenta. Antes de las diez el atado estaba vació y la ansiedad me destrozaba. Quería fumar. Necesitaba fumar. Fumar o matar a alguien para calmarme.
Sonó el timbre. Yo no esperaba a nadie. Pregunté quién era y la respuesta me dibujó una sonrisa: era un primo que venía a visitarme. Un primo que no veía hacía años y que nunca me había caído del todo bien. Lo hice pasar, se sentó en el sofá y prendió un cigarrillo. Fui a mi habitación y regresé enseguida. Le vacié el cargador de mi pistola en el pecho.

Desde ese día le disparo a cada fumador que veo. Vivo en clandestinidad, escapándome casi todo el tiempo. A veces leo mis crímenes en el diario y me rio a carcajadas. Se puede dejar de fumar: solamente hay que buscarse una actividad.     

lunes, 12 de junio de 2017

La enfermedad

Tres termos. Cuatro, cinco, seis y seguía. Aquella mañana, además de fumar un cigarrillo tras otro, Miguel se la había agarrado con el mate. No le importaba que, treinta días atrás, su doctor le haya descubierto una peligrosa úlcera en el estómago. “¿Dejar el mate yo? Prefiero morirme”, decía.
Lo raro era que, antes de hacerse el chequeo, no tomaba mates ni por casualidad. Es más, me atrevería a decir que lo detestaba profundamente. Pero Miguel era un tipo renegado. Y si alguien le decía: “esto no”, él iba y lo hacía.
Para el mediodía, la lengua de Miguel estaba más verde que una hoja de parra. Más allá de eso, que hasta suena gracioso, una terrible puntada en la panza lo obligó a doblarse para sentir algo de alivio.
Así pasaron unos cuantos minutos: Mate va, mate viene; dolor va, dolor viene. 
Cerca de la dos, y ya casi paralizado por la molestia en su vientre, el dueño de casa intentó cebarse un mate más, aunque le resultó imposible. Ahora la puntada era como una filosa espada atravesándole las vísceras. La úlcera estaba reventando y él lo sabía. Un hilo de sangre apareció en su boca hasta transformarse en un repugnante charco en el suelo. Parecía no haber vuelta atrás.
Haciendo un descomunal esfuerzo, Miguel se sentó en una de las dos sillas de la cocina. Se desprendió la camisa y notó algunos extraños movimientos en su prominente abdomen. “Es la úlcera, que se quiere escapar” pensó. Pero no. No era la úlcera. Lo último que alcanzó a ver, previo a desplomarse definitivamente, fue a un misterioso Ser, de pocos centímetros de altura, de cara roja y ojos negros, que, luego de romperle la carne, salió de su estómago y corrió a cebarse el último mate.

domingo, 11 de junio de 2017

Un cuento de fútbol

Quince minutos del primer tiempo y mi vecino subió el volumen a todo lo que daba. Perdíamos dos a cero y yo echaba fuego por la boca, lo juro. Estábamos jugando mal. Muy mal. Y aquel horrible chamamé, que se filtraba a través de las finas paredes, desató el desastre.
Me sentía nervioso desde la mañana. Disputábamos el clásico y lo único que tenía en la cabeza, era ganarlo. Sabía que no dependía de mí, sino de los jugadores. Pero igualmente iba a hacer fuerzas desde mi casa. La semana anterior me había fracturado la pierna derecha y no me encontraba en condiciones de ir a la cancha. Debía conformarme con mirarlo por televisión.
A los cinco minutos de comenzar, el equipo rival metió un gol desde afuera del área. Uno a cero abajo, casi desde el vestuario. Intenté calmarme, dándole un trago largo a mi vaso de vino. Pero cuando nos hicieron el segundo, diez minutos más tarde, tanto el vaso, como la botella y el control remoto, volaron por los aires hasta estrellarse contra la pared. Odiaba perder. Y más contra nuestros históricos enemigos.
Imagínense mi estado, cuando un violento sapucai y unas desafinadas guitarras criollas me perforaron los tímpanos. No entendía absolutamente nada. Hasta que recordé que mi vecino, cada dos por tres, disfrutaba escuchando ese tipo de música.
Pensé en tocarle timbre para pedirle que bajara el volumen, sin embargo, no quería perderme ni un segundo del partido. Ahora parecía que la cosa se estaba emparejando: habíamos pegado un tiro en el palo.
Pero el tercer gol de ellos, faltando dos minutos para terminar el primer tiempo, fue lo que me impulsó a ir hacia la cocina.
Abrí el primer cajón y agarré la cuchilla más grande que encontré. Luego, salí a la calle.
“Gritá un sapucai ahora”, dije, mientras le insertaba el filo en la garganta.
Ganamos cuatro a tres. El cuarto gol fue sobre la hora. Festejé el triunfo. Pero también brindé porque no iba a haber más chamamé en el barrio. 

jueves, 4 de mayo de 2017

De vacas y demonios

Si Roberto hubiese gritado tan desgarradoramente en medio de la ciudad, una multitud se le hubiera acercado para preguntarle qué le ocurría. Pero Roberto vivía en el campo. Y su única compañía era Marcela, la vaca lechera.
¡Y como no iba a gritar cuando encontró a Marcela tirada en su corral, con un extraño agujero en el cuello! “¿Qué fue lo qué pasó?” Preguntó Roberto, lastimándose la garganta y ensordeciéndose a él mismo. La vaca estaba desplomada, sin síntomas vitales.
Que una vaca se muriera, no era algo anormal. En el campo, los animales se enferman más seguido de lo que cualquiera pueda imaginarse ¿Pero el agujero en el cuello a qué se debía? Para colmo, era un agujero extraño, como si alguien se lo hubiese hecho con un punzó o con alguna herramienta parecida.
Roberto se arrodilló y puso su mano en la cabeza de Marcela. Fue en ese momento cuando recordó la pesadilla que lo había despabilado durante la madrugada: un demonio, de ojos de fuego y lengua de serpiente, se le había presentado en un sucio y apestoso callejón. Y le dijo, con voz lenta y pastosa: “Voy a chupar la sangre de tus seres queridos hasta que caigan secos como una pasa de uva”. Luego de esas palabras, el demonio le mostró dos fotos: una de Marcela y otra de Tita, la mamá de Roberto.
Roberto corrió hacia adentro de su casa, transpirando frío y con temblores internos. Agarró el teléfono y llamó a su madre. Pero ésta nunca le contestó.